Una investigación que se está realizando en la provincia de Tucumán sobre violencia obstétrica revela que la diferencia de sexo del personal de salud no se muestra significativa al valorar la violencia de las prácticas medicas y, a la vez, que los varones evidencian mayor resistencia que las mujeres -aunque el valor no es significativo- a la realización de legrados sin anestesia. La abogada tucumana Soledad Deza, directora de la investigación aún en curso, da cuenta en el siguiente artículo de algunos de sus principales hallazgos.
Dentro de las modalidades incluidas por la Ley 26.485 de Protección Integral de la Violencia se prevén la violencia obstétrica y la violencia contra la libertad reproductiva como específicas del espacio de la salud de las mujeres, pero es importante advertir como observadoras/es críticos de la realidad, que la violencia simbólica juega un importante papel frente a la efectividad de los servicios médicos que tienen a su cargo afrontar necesidades de salud sexual y reproductiva.
Desde el Centro de Estudios de Género de la Universidad San Pablo de Tucumán, se lleva a cabo una investigación sobre “violencia obstétrica” en la salud pública tucumana que busca evaluar qué sensibilidad muestra el equipo de salud que trabaja en las instituciones públicas, frente a las prácticas violentas que tienen lugar en el campo del embarazo, parto, puerperio y aborto.
Si bien la investigación no ha sido publicada todavía y está en proceso de escritura, el análisis de datos ya ha culminado y se han detectado cuestiones interesantes como que en el “personal de la salud” (en sentido amplio como lo indica el Decreto Nacional Reglamentario Nº 1011/10), la diferencia de sexo en los/as encuestados/as –en contraposición con la diferencia de edad y años de recibido/a- no se muestra como significativa a la hora de valorar la violencia de las prácticas médicas y por ende, de mostrar mayor o menor sensibilidad. Curiosamente, frente al “legrar o realizar AMEU sin anestesia”, quienes han puntuado con mayor calificación –aún cuando no sea significativa la diferencia estadística-, es decir quienes mas se resistieron a la realización de esta practica- son los varones. Esto último quizás confirma aquello de que “un cuerpo de mujer no asegura una perspectiva de género”.
Entrando de lleno en las prácticas obstétricas violentas, se pudo advertir que aquellas conductas que encuadran con lo que se denomina jurídicamente “medicalización de procesos naturales” son las que menos “idea” de violencia les reportan al equipo de salud y, por ello, han sido calificadas de forma baja. Solo por dar un ejemplo: “realizar monitoreo fetal de rutina” fue la práctica que menos calificación obtuvo de parte de los/as encuestados/as (promedio 1,23 de una escala del 0 al 5), al igual que el resto de las acciones terapéuticas semejantes (como la administración de rutina de la oxitocina, rasurar genitales en forma previa al parto, realizar enemas evacuante, practicar episiotomías de rutina, etc) que están ubicadas en los últimos puestos de un ranking de 50 preguntas.
Es interesante pensar que en términos de poder, la medicalización de un proceso natural abona la potestad del personal de la salud con la misma intensidad con que disminuye la soberanía de las mujeres sobre sus propios procesos reproductivos. Esto es: a mayor medicalización, menor poder para quien va a parir.
Recordemos que históricamente el acto de parir fue un espacio exclusivo de mujeres y que con los adelantos tecnológicos y las políticas higienistas del siglo pasado, es que florece la obstetricia y el saber médico termina de “expropiar” el cuerpo reproductor a las mujeres.
Quizás la resistencia a reducir la asimetría propia de la relación médico-paciente, es lo que dificulta visibilizar como “violenta” la práctica sanitaria de “medicalizar” sin que exista una indicación precisa y justificada para ello. Debemos pensar que aplicar fórmulas predispuestas al acto de parir, por un lado homogeneiza a todas las “parturientas” bajo un mismo parámetro de mujer, y por el otro, favorece un modelo de atención biomédico que se enfoca de forma exclusivamente científica en la parte biológica del suceso y relega las particularidades, los tiempos y el deseo de cada mujer, que son las formas en que el personal de la salud debe tributar la “autonomía” como derecho de todas las pacientes.
No hay partos normales. La “normalización” fue y es un arma poderosa para debilitar identidades y para deshumanizar, y precisamente de lo que trata la ley 25.929 de Parto Humanizado es de un parto humanizado y respetado donde el protagonismo –también el poder- es de quien va a parir.
La biología puesta en el centro de la relación médico-paciente y lo social en la periferia, es el esquema que sostiene el modelo médico-hegemónico (también llamado “asistencialista”) de atención sanitaria y, también, la piedra que obstaculiza terminar de migrar hacia un modelo de atención de la salud basado en derechos.
Pero por sobre todo, enfocarse en el sustrato biológico de la salud, es una de las tantas formas de la biopolítica foucaultiana que permite al personal de la salud obstétrica intervenir cuerpos, apropiarse de procesos vitales y disciplinar vidas de mujeres.
Fuente: Comunicar Igualdad, enero de 2015